Páginas de sangre en el paisaje urbano
Una escritora pasea por la ciudad junto a detectives novelescos y asesinatos ficticios
MERCEDES CASTRO* - Madrid - 23/10/2008
Hay ciudades que se definen en nuestra imaginación tanto por el brillo de sus neones como por lo sórdido de sus callejones repletos de contenedores de basura, escaleras de incendios, sombras de gatos a la carrera y policías en busca de un malhechor.
La ficción es, sin duda, la que imprime a fuego en nuestro cerebro la idea de que las calles de una ciudad son algo más que una anodina vía pública: son también los escenarios de las novelas, películas, series y cómics que nos han hecho creer que tras las fachadas de los edificios, en los túneles del metro, hay "algo más". Hay muerte y sangre y criminales agazapados.
Cuando llegué a Madrid a finales de los ochenta traía en mi cabeza, he de confesarlo, un equipaje variopinto de retratos de la ciudad: los juzgados de plaza de Castilla repletos de quinquis y yonquis que transitaban los protagonistas de Turno de oficio, los bares de Centro y Chamberí en donde transcurrían escenas de la tan en boga comedia madrileña de Trueba y Colomo, y las calles en gris y sepia del barrio de Salamanca por las que caminaba siempre alerta un Sancho Gracia caracterizado como Jarabo. Luego, la realidad, tan juguetona e irónica, me presentaría a un compañero de facultad que vivía en la misma planta del edificio donde éste cometió sus crímenes. A veces, con una copa de más, juraba que todavía podía oírse en la noche, por el hueco de la escalera, a sus víctimas chillar.
Tal vez se deba a series tan populares como Brigada Central o La huella del crimen, que ficcionó los asesinatos más escabrosos de nuestra historia reciente, o quizás al crisol variopinto de personas que confluyen, a veces con roces e incomprensión, pero lo cierto es que en el imaginario colectivo Madrid es una ciudad sangrienta, y así como algunos gustan de recorrerla trazando la ruta de los museos, yo no puedo sustraerme al eco cruento que se escucha en sus rincones, aun cuando sepa que muchos de los asesinatos no hayan sucedido. Será que escribo novela negra, o que me persigue la ficción con su reflejo distorsionado de la realidad, pero el caso es que en algunos lugares no dejo de oír a gente que no cesa de gritar y pedir auxilio.
Mi recorrido, entre literario, personal y turístico -no debe olvidarse que soy de provincias-, siempre comienza en la calle de San Nicolás, allí estaba el primer piso de estudiantes en el que residí en Madrid y en donde sitúa Jerónimo Tristante la mansión encantada que da título a su novela El misterio de la Casa Aranda, si bien él se inspiró en la llamada Casa Duende, un palacete burgués en los aledaños del cuartel del Conde Duque habitado, según las crónicas de la época, por terribles fantasmas que no eran más que, en un nuevo juego de espejos entre ficción y realidad, falsificadores de moneda que pretendían alejar a los curiosos.
La siguiente parada es la Puerta del Sol, un lugar típico que ningún amante de lo macabro debe dejar de visitar. Allí ubicó Francisco García Pavón el Hotel Central donde se alojó, en la única salida de su Tomelloso natal, su inolvidable Plinio, uno de los primeros investigadores de nuestras letras, para, acompañado de su ayudante Lotario, resolver la desaparición de Las hermanas coloradas, obra por la que obtuvo el Premio Nadal en 1969.
Muy cerca, en la calle de Esparteros, habita otro destacado personaje de la novela negra española, Tony Romano, el cínico ex policía creado por Juan Madrid, que divide su tiempo entre los cafés en la Mallorquina y su empleo como fisonomista en el Casino de Torrelodones a la caza de gente de mal vivir. En Grupo de noche, Romano alternará este trabajo con la investigación del asesinato en un almacén abandonado de la calle Capitán Blanco Argibay de El Dátiles, un antiguo confidente.
Pero subamos hacia Gran Vía para visitar un hotel decadente con aires de película en blanco y negro: el Metropolitano, cerca de la Red de San Luis, en cuyo bar tocaba el piano Biralbo, el desencantado protagonista de El invierno en Lisboa de Antonio Muñoz Molina.
Si a estas alturas nos entrara algo de hambre, podemos acercarnos a la Carrera de San Jerónimo para entrar en el conocido restaurante Lhardy, donde Pepe Carvalho, el detective creado por Vázquez Montalbán, mantuvo un almuerzo con destacados miembros del Partido Comunista destinado a esclarecer un sonado Asesinato en el Comité Central y, tras la comida, en el número 24 de esa misma calle, es recomendable detenerse ante el teatro Reina Victoria, ya que, según reveló Juan Ramón Biedma en El imán y la brújula (último Premio Hammett a la mejor novela negra), en sus sótanos, allá por 1920, operarios y antiguos actores filmaron las primeras películas snuff (asesinatos reales) que circularon por España.
Para bajar algo el cocido, podemos acercarnos al número 45 de la calle de Alcalá, donde se levantaba el antiguo teatro Apolo (hoy ya desaparecido y luego reconvertido en un banco). Aquí, Selva, un noble desocupado aficionado al método deductivo protagonista de La gota de sangre, escrita en 1911 por Emilia Pardo Bazán, encuentra la pista para descubrir al asesino en una de las primeras aproximaciones de nuestra literatura al género policial.
Desde allí recomiendo caminar hasta el Museo del Prado con una historia desconocida de oscuros asesinatos que nos desvela Tomás García Yebra en Los crímenes del Museo del Prado y, a continuación, relajarnos entre los árboles que rodean al Palacio de Cristal en el parque del Retiro. Mejor no entrar en los urinarios públicos anexos: en ellos, Roberto Esteban, el boxeador retirado y protagonista de El gran silencio, de David Torres, propinaba una brutal paliza en una cruda escena grabada a fuego en mi memoria. Puede que por eso sea adecuado llegarse al Café Comercial, en la glorieta de Bilbao, donde quizá podamos toparnos con Los amigos del crimen perfecto de la novela de Andrés Trapiello.Será conveniente dejar para otro día la visita a barrios como los de La Latina, donde Javier Azpeitia ambienta Nadie me mata, el de Ventas, en donde transcurren Las noches contadas, de Javier Pérez Merinero, o al extrarradio, como Las Barranquillas, en el que Francisco Galván localizó su Sangre de caballo.
Para salir del Retiro, la puerta que da a la plaza de Mariano de Cavia, frente a la clínica del doctor León en la que se inspiró Rafael Reig para ambientar Guapa de cara. Es un psiquiátrico de aire siniestro en el que, en su fascinante novela, se practicaban crueles experimentos con los pacientes. Paso ante ella todos los días y no he podido resistirme a usarla también en mi propia ficción. Es una tentación que no conseguí vencer: dejar mi huella, contribuir a manchar un poquito más de sangre esta ciudad.
*Mercedes Castro es autora de la ineludible novela Y punto (Ed. Alfaguara, 2008).