Manolito es un buen chico. Vive con sus abuelos en una granja desde que papá y mamá se echaron en manos de Dios.
Manolito cuida cerdos, gallinas, vacas y conejos. Y lo hace con primor.
Manolito, a veces, apila leña, siega campos y planta remolacha. Y siente un inmenso placer cuando contempla la refracción de la luz solar en el agua pulverizada por los tubos de riego.
Manolito sabe muchas cosas provechosas que sólo el chico de campo sabe. Como la hora del día por la posición del sol y el horage por la forma de las nubes. Puede predecir las lluvias en la dirección del viento y las heladas futuribles en el raso de las estrellas.
Manolito es feliz y dichoso. Nunca tuvo queja alguna ni respondió a nadie de mala forma. Jamás faltó a una misa ni hay cura que desconozca su virtud inquebrantable.
Manolito tiene novia. Una chiquilla rubia, pecosa, de senos henchidos de miel y pandero robusto que habita la granja vecina. Se llama Juanita y le vuelve loco hasta el punto de que, no pocas veces, sueña despierto con ella en el compás de la guadaña. En la letrina.
Manolito, cuando los sueños arrecian, suele encerrarse en el establo. Allá, entre la paja y las ovejas baladoras pasa muchas horas, tiempos muertos e infinitos. Luego, de súbito, los sueños ceden y retorna a sus quehaceres con energías renovadas.
Manolito, aparte de Juanita, no tiene más amigos que sus animales, las mariposas, las plantas y el oxígeno. Está solo, pero no le importa. Se tiene a sí mismo. También, por supuesto, posee los sueños paradisíacos, a los abuelos queridos y las horas eternas del establo. Por eso no pide más. Se ha conformado, como todo hombre sensato, con desear lo posible.
Manolito se ha comprado una escopeta de caza y una canana repleta de cartuchos relucientes. Los bienes son de segunda mano, pero de buen uso, y han quedado como nuevos tras las friegas de aceite y grasa. El arma reluce con destellos azulados de luna en la oscuridad del cuarto. Tiene una magia indescriptible que le cautiva y le llama.
Manolito nunca caza. Desconoce el estampido junto al oído. Jamás vio un pájaro describir un arco mortal antes de estrellarse contra el polvo. Sólo mira la escopeta y la limpia una vez tras otra. A veces se preocupa al descubrir que los cañones han sustituido a la penumbra amorosa del establo, y entonces suele retornar allá para acallar el remordimiento.
Manolito ya no ve a Juanita. Ella se casó con un mozo del pueblo cercano y, desde entonces, su vida está vacía y sus ojos se deshacen en llanto inútil. Ya no encuentra la paz ni engarabitándose al trasero de la vaca grande.
Manolito, el buen muchacho, cree haber perdido el juicio sin estar del todo seguro de ello. No recuerda en qué momento desató la furia contenida de la escopeta sobre los animales, sobre los queridísimos abuelos, sobre todo aquello que se moviera a su alrededor. Es incapaz de comprender qué ha sucedido en su mundo perfecto para que ahora, de improviso, parezca desmoronarse sin solución de continuidad. Pero el resplandor del fuego en la granja, atizando el cielo nocturno, le sugiere que algo no ha ido bien. Qué aconteceres inesperados se han sucedido.
Manolito piensa una vez tras otra en todo esto sentado en un tocón, frente a las cenizas del mundo.
Manolito no podía dejar de pensar en ello cuando los hombres de uniforme le preguntaban la misma cosa sin cesar. Trataba de hablar, pero su boca no articulaba, su garganta estaba muda y reseca. Su voz se había quemado junto con el resto del pasado.
Manolito es un buen chico. Vive en un psiquiátrico desde que el abuelo y la abuela se echaran en manos de Dios.
[Inspirado, por supuesto, en la vida y obra del inefable Ed Gein. Cuantos han comido y comerán a costa de este pobre, ¿eh? Y eso que le odian, le compadecen, les asquea].